Ante la falta de insumos para producir Coca-Cola, los alemanes pensaron en inventar un nuevo producto que pudiera satisfacer la demanda de bebida carbonatada. Max Keith, el jefe de la filial germana de la compañía Coca-Cola, puso manos a la obra. Fue entonces cuando se creó Fanta, una bebida gasificada cuyos sabores más conocidos son naranja y limón.

La planta organizó un concurso entre los empleados para bautizar el refresco. Se pidió a los trabajadores dejar volar su imaginación o su “fantasie”, en alemán. Cuando Joe Knipp, uno de los más antiguos vendedores de la empresa, escuchó esa palabra, no lo dudó: dijo “¡Fanta!” Desde entonces la bebida quedaría inmortalizada. Por otra parte, el sabor de Fanta no es casual. Dicen que “la necesidad tiene cara de hereje”, y así sucedió en este caso. La bebida tenía que ser elaborada con insumos accesibles en esa Alemania en plena guerra. Así, aunque parezca increíble los ingredientes originales de Fanta fueron queso, sidra y azúcar. Más allá de la necesidad de insumos, no se habría podido producir la Coca-Cola porque esta  tiene una fórmula secreta –conocida como 7X- que la compañía guarda celosamente. Por más que hubieran tenido los ingredientes, no había manera de reproducir exactamente el sabor original.

El nuevo producto fue lanzado en 1941; dos años más tarde, se consumían nada menos que tres millones anuales de botellas de Fanta en Alemania. Tuvo tanto éxito en el mercado, que finalizados los conflictos bélicos la compañía Coca-Cola compraría la marca.

Luego, cuando los prisioneros de guerra alemanes llegaron a Nueva York, se sorprendieron de ver carteles publicitarios de Coca-Cola en toda la ciudad; habían creído que se trataba de una marca alemana. Paradójicamente, Estados Unidos había vendido uno de sus productos más representativos, en forma masiva, a quien luego se transformaría en su enemigo encarnizado: la Alemania de Hitler.